Por: Paulo
Freire
Texto del educador brasileño, Paulo Freire, escrito en Montego Bay, Jamaica, 9 de mayo de 1992
El
derecho a criticar y el deber, al criticar, de no faltar a la verdad para
apoyar nuestra crítica es un imperativo ético de la más alta importancia en el
proceso de aprendizaje de nuestra democracia.
Es
preciso aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos, por un lado, como
esencial para el avance de la práctica y de la reflexión teórica, y por el otro
para el crecimiento necesario del sujeto criticado. De ahí que al ser
criticados, por más que no nos guste, si la crítica es correcta, fundamentada, hecha
en forma ética, no tenemos por qué dejar de aceptarla, rectificando así nuestra
posición anterior. Asumir la crítica significa, por lo tanto, reconocer que nos
convenció parcial o totalmente de que estábamos incurriendo en un error que
merecía ser corregido o superado. Esto significa que tenemos que aceptar algo
obvio: que nuestros análisis de los hechos y de las cosas, nuestras
reflexiones, nuestras propuestas, nuestra comprensión del mundo, nuestra manera
de pensar, de hacer política, de sentir la belleza o la fealdad o la
injusticia, nada de eso es unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa,
fundamentalmente, reconocer que es imposible estar en el mundo haciendo cosas,
influyendo, interviniendo, sin ser criticado.
Sin
embargo, a pesar de la obviedad de lo que acabo de decir, o sea, de que es
imposible agradar a griegos y troyanos, quien hace algo tiene que ejercer la
humildad incluso antes de empezar a aparecer en función de lo que empezó a
hacer. Vivida en forma auténtica, la humildad calma, apacigua los posibles
ímpetus de intolerancia de nuestra vanidad frente a la crítica, incluso justa,
que recibimos.
Por otra
parte, no es posible ejercer el derecho a criticar, en términos construidos,
pretendiendo tener en el criticar un testimonio educativo, sin encarnar una
posición rigurosamente ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige
de quien lo asume el cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son
observados, restan validez y eficacia a la crítica. Deberes en relación con el
autor que criticamos y deberes en relación con los lectores de nuestro texto
crítico. Y en el fondo también deberes con nosotros mismos.
El
primero de ellos es no mentir. No mentir acerca de lo que se critica, no mentir
a los lectores ni a nosotros mismos. Podemos equivocarnos, podemos errar.
Mentir, nunca.
Otro
deber es el de procurar, con rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es
ético ni riguroso criticar lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica del
pensamiento de A o de B en lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que
leí sobre A y B, sino en lo que yo mismo leí e investigué de su pensamiento. Es
claro que para criticar positiva o negativamente el pensamiento de A o de B
también es importante saber lo que dicen de ellos otros autores. Pero no basta
con eso.
La
exigencia de conocer el pensamiento que se ha de criticar no depende de que nos
guste o nos disguste la persona cuyo pensamiento analizamos.
¿Cómo
criticar un texto que ni siquiera leí con base únicamente en la rabia que tengo
al autor o la autora, o porque José y María me dijeron que el autor del texto
es espontaneísta? No cabe duda de que tenemos derecho a tenerle rabia a algunas
personas. También es obvio. Pero el derecho que tengo de tenerle rabia a María
o a José no se hace extensivo al derecho de mentir acerca de él o de ella. No
puedo decir, por ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede
haber práctica educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es
una mentira histórica. Nunca ha habido ni hay educación sin contenidos.
Segundo, si digo eso de José y María, subrayando por lo tanto su error, sin
probar que ellos realmente hicieron esa afirmación, miento en relación con José
y María, miento en relación conmigo mismo y continúo trabajando contra la
democracia, que no se construye falseando la verdad.
Si mi
antipatía por A o por B provoca en mí un malestar que va más allá de los
límites, que me imposibilita o al menos me dificulta leerlos, debo obligarme a
una posición de silencio respecto de lo que escriben. Y además debo criticarme
por no ser capaz de superar mis malestares personales. Lo que no puedo es
aumentar la fila de los que hablan por hablar, por lo que oyeron decir, y a
veces incluso sin ningún rechazo afectivo por el criticado. Por el contrario,
de los que incluso se dicen amigos del intelectual criticado pero se han
grabado, como clisés inmutables, frases hechas que repiten con aires de inmensa
sabiduría. Insisto en que su falla no está en el hecho de criticar a un amigo.
No es ningún pecado criticar a un amigo, siempre que lo hagamos con ética.
Cierta
vez leí, en un texto crítico sobre un trabajo mío, que soy poco riguroso en el
tratamiento de los temas. En cierto momento, por una razón que no recuerdo, el
crítico citaba un fragmento de la Pedagogía del oprimido con un error
lamentable que había venido repitiéndose en varias reimpresiones: «la invasión
de la praxis» en lugar de «la inversión de la praxis». Me asombró que un
intelectual que sorprende una falta de rigor en otro no percibiera con qué poco
rigor obraba al citar semejante frase sin sentido: «la invasión de la praxis».
Y no como prueba de mi falta de rigor.
Carente
de rigor, ese intelectual subraya el poco rigor del otro.
El
derecho a la crítica exige también del crítico un saber que debe ir más allá
del saber en torno al objeto directo de la crítica. Saber indispensable para el
rigor del crítico.
Otro
deber ético de quien critica es dejar claro a sus lectores si su crítica abarca
sólo un texto del criticado o su obra completa, su pensamiento.
Si el
autor criticado ha escrito varias obras, al criticar una de ellas no podemos
decir que estamos criticando la totalidad de su pensamiento, a no ser que
conociendo la totalidad nos convenzamos de ello. Reitero: lo que no es posible
es leer un texto entre diez y extender la crítica de éste a los nueve
restantes, sin antes analizarlos rigurosamente.
La ética
del trabajo intelectual no me permite la irresponsabilidad de actuar con
liviandad en la apreciación del trabajo de los demás. Como ya dije, puedo errar,
puedo equivocarme o confundirme en mi análisis, pero no puedo distorsionar el
pensamiento que estudio y crítico. No puedo decir que el autor que
critico dijo Y si dijo M y yo sé que dijo M.
No puedo
criticar por pura envidia, por pura rabia o simplemente para hacerme presente.
Es
inadmisible que entre intelectuales de buen nivel escuchemos afirmaciones como
ésta:
—¿Ya
leíste un trabajo reciente de ese autor a quien criticas tan duramente?
—No, y
odio a quien lo leyó.
Este
discurso niega totalmente al intelectual que lo hace. Peor aún: este discurso
no contribuye en nada a la formación ético-científica de los alumnos o alumnas
de ese intelectual.
Recientemente
oí a una educanda contar en tono sufrido cuánto la había decepcionado escuchar
de un profesor en quien confiaba referencias críticas a cierto intelectual
basadas en «me dijeron» y en «es lo que se dice».
Los
profesores no enseñamos únicamente los contenidos. A través de la enseñanza de
los contenidos enseñamos a pensar críticamente, si somos progresistas, y por
eso mismo para nosotros enseñar no es depositar paquetes en la conciencia vacía
de los educandos.
Nuestro
testimonio de seriedad en las citas o en las referencias que hacemos a autores
con los que no estamos de acuerdo o sí estamos de acuerdo, o por el contrario
nuestra irresponsabilidad en el tratamiento de los ternas y de los autores,
todo esto puede interferir negativa o positivamente en la formación permanente
de los educandos.
Hace
años oí a un estudiante brasileño que estaba haciendo un doctorado en París
decir lo siguiente: “Recientemente aprendí la significación profunda de las
citas. Estaba discutiendo con mi orientador un pequeño texto en el que citaba
yo a MerleauPonty. El profesor me detuvo con un gesto y me planteó dos
preguntas:
»—¿Leíste
por lo menos el capítulo entero del que tomaste la cita?
»—¿Estás
seguro de que necesitas hacer esa cita?
»En
realidad —dijo mi amigo—, yo no había leído a Merleau-Ponty. Desafiado por las
preguntas del orientador, fui a ver su texto, revisé el mío, y percibí que la
cita era innecesaria».
Citar,
realmente, no puede ser pura exhibición intelectual ni remedio para la
inseguridad. Por ejemplo, leer un libro en la traducción brasileña porque no
dominamos la lengua materna del autor, pero citarlo en su lengua original, es
un procedimiento poco ético y nada respetable. Citar no
puede ser un artificio para alargar nuestro texto con retazos de textos de
otros.
Creo que
es urgente entre nosotros superar este mal hábito, que es en el fondo un
testimonio deformante, de criticar, minimizar a un autor, imputarle
afirmaciones que nunca hizo o distorsionar las que realmente hizo. En cierto
momento del proceso los críticos se apoyan tan sólo en lo que oyen, y no en lo
que leen o investigan.
La
crítica fácil, ligera, se extiende irresponsable y no es raro que se pierda en
el tiempo. De repente se oye todavía, de alguno de esos críticos perdidos en el
tiempo, como presencias fantasmales, que Freire es idealista. Que la
concientización en su obra es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No
leyeron un texto de 1970 en que examino detenidamente ese problema, otro de
1974, ambos publicados por la Editora Paz e Terra en 1975, en Ação cultural
para a liberdade e outros escritos. No leyeron una serie de ensayos, de
entrevistas, de libros dialógicos publicados en los años ochenta y, más
recientemente, la Pedagogía de la esperanza, un reencuentro con la Pedagogía
del oprimido, publicada hace poco. Tampoco leyeron A educação na cidade,
publicada por Cortez en diciembre de 1991.
No
es que crea que todos deben leerme. ¡No! Pero sí los que, por criticarme, no
pueden esquivar la lectura de lo que critican.
El
derecho incontestable de criticar exige de quien lo ejerce el deber de no
mentir.
Fuente: Del derecho a críticar | por Paulo Freire (bloghemia.com)
Paulo Freire