Por: Pedro Henríquez Ureña
(En este ensayo Pedro Henríquez Ureña expresa su profunda
admiración hacia Hostos)
«Dadme la verdad y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad
destrozaréis el mundo; y yo con la verdad, con sólo la verdad, tantas veces
reconstruiré el mundo cuantas veces lo hayáis vosotros destrozado». Así era, en
Hostos, la delirante fe en la verdad, llama del incendio engendrado, como dijo
Nietzsche «en aquella creencia milenaria, en
aquella fe cristiana, que antes fue la de Platón, y para quien Dios es la
verdad y la verdad es divina».
Pero no sólo arde en Hostos la fe en la verdad: arde, con más
alta llama, la pasión del bien, pasión de apóstol.
Porque Hostos vivió en los tiempos duros en que florecían los
apóstoles genuinos en Nuestra América. Nuestro problema de civilización y
barbarie; exigía, en quienes lo afrontaban, vocación apostólica. El apóstol
corría peligros reales, materiales; pero detrás de él estaba en pie,
alentándolo y sosteniéndolo, la hermandad de los creyentes en el destino de
América como patria de la justicia.
A Eugenio María Hostos (1839-1903) el ansia de justicia y
libertad lo enciende para la misión apostólica. Al nacer en Puerto Rico, abre
los ojos sobre la injusticia como sistema social: desde la situación colonial
de la isla frente a tantos pueblos, emancipados de Europa, que trabajosamente
aprendían a ser dueños de sí, hasta la institución de la esclavitud. Antes de
la adolescencia (1851) va a España, donde permanecerá hasta cumplir los treinta
años. Allí comprende la esencia de los males que atormentan a todo el mundo
hispánico, en la patria europea y en las patrias desgarradas de América: la
falta de clara conciencia social que anime la estructura política. Conoce a
hombres y mujeres —Pi y Margall, Concepción Arenal, Sanz del Río y sus
discípulos— en quienes germina otra España renovada, purificada. De ellos
aprende y con ellos trabaja.
Devora conocimientos: ciencia y filosofía, arte y literatura.
Pero su ansia de justicia y libertad —ansia humana, física, ansia de hijo de
Puerto Rico— se convierte en pensamiento cuyo norte es el bien de los hombres,
se nace «trascendental», como decían sus amigos los krausistas. Vive desde
entonces entregado a su meditación filosófica y a su acción humanitaria,
embriagado de razón y de moral. Su carácter se define: estoico, según la
tradición de la estirpe; severo, puro y ardiente; sin mancha y sin desmayos.
Piensa en el porvenir de España y en el porvenir de las
Antillas: las concibe autónomas dentro de una federación española. Trabaja
activamente para preparar el advenimiento de la república; de sus compañeros
recibe la promesa de la autonomía antillana. Pero en 1868, al iniciarse el
período de transformación, ve como se desdeña y pospone el desesperado problema
de Cuba y Puerto Rico. El desengaño lo inflama. Pudo haberse quedado, pudo
hacerse escritor famoso. Pero decidió romper con España y lo hizo en memorable
discurso del Ateneo de Madrid.
Cuba se arroja a su primera revolución de independencia
(1868-1878); Hostos se dedica a trabajar en favor de ella. Hasta embarca con
Aguilera rumbo a los campos de la insurrección; naufraga y nunca llega a
conocer la isla maravillosa. Recorre entonces las Américas, de norte a sur y de
Atlántico a Pacífico, explicando con palabra y pluma el problema de las
Antillas, reclamando ayuda para los combatientes. De paso interviene en
problemas de civilización de los países donde se detiene: en el Perú protege a
los inmigrantes chinos; en Chile defiende el derecho de las mujeres a la
educación universitaria; en la Argentina apoya el plan del Ferrocarril
Trasandino, y en homenaje, la primera locomotora que cruzó los Andes se llamó
Hostos.
Fracasada la guerra de los Diez Años, aplazada la independencia
de Cuba, pero abolida siquiera la esclavitud en las Antillas españolas, Hostos
no abandona la lucha; le da forma nueva. Se establece en la única Antilla
libre, en Santo Domingo, y allí se dedica a formar antillanos para la
confederación, la futura patria común, la que debería construirse "con los
fragmentos de patria que tenemos los hijos de estos suelos". Pero el
propósito lejano, que a él no se lo parecía, quedó oscurecido bajo el propósito
inmediato: educar maestros que educaran después a todo el pueblo. Esos maestro
debían ser, según su fórmula, "hombres de razón y de conciencia''. Con
ayuda de hombres y mujeres desinteresados, encendidos —ellos también— en llama
apostólica, implantó la enseñanza moderna, cuyo núcleo es la ciencia positiva,
allí donde se concebía la cultura dentro de las normas clásicas y escolásticas
que sobrevivían de las viejas universidades coloniales; enseñó la moral laica,
forjando los espíritus "en el molde austero de la virtud que en la razón
se inspira". La obra fue extraordinaria: moral e intelectualmente
comparable a la de Bello en Chile, a la de Sarmiento en la Argentina, a la de
Giner en España. Sólo el escenario era pequeño.
La Escuela Normal de Hostos (1880-1888), encontró oposición en
los representantes de la antigua cultura; pero sus enemigos reales no eran
esos, que en mucho llegaron a transigir o a cooperar con él: entre «cleros»
ajenos a traición, entre hombres de buena fe, la lucha leal puede trocarse en
colaboración. El enemigo real estaba donde está siempre, en contra de la plena
cultura, que lo es "de razón y de conciencia", tanto de conciencia
como de razón: estaba en los hombres ávidos de poder político y social, recelosos
de la dignidad humana. El déspota local decía que los discípulos de Hostos
llevaban la frente demasiado alta. Después de nueve años, «cansado de las
luchas con el mal y con los malos», Hostos decidió alejarse del país.
Fue a Chile, donde pudo vivir tranquilo diez años (1889-1898),
entregado a la enseñanza. Influyó en la reforma de las escuelas, dando ejemplo
de modernización de los planes de estudios y de los métodos; participó en la
enseñanza universitaria, como antes en Santo Domingo. Santiago de Chile lo
declara hijo adoptivo de la ciudad; la comisión oficial que exploraba el sur da
su nombre a una de las montañas patagónicas. Pero, a veces, en medio de aquella
paz, su alma inquieta echaba de menos los estímulos del hervor antillano: «¡Y
no haberme quedado a continuar mi obra!».
En 1898, cuando va a terminar la segunda guerra cubana de
independencia con la intervención de los Estados Unidos, Hostos corre a
reclamar la independencia de Puerto Rico. ¿Qué menos podía esperar el antiguo
admirador dé los Estados Unidos, cuyas libertades, antes simples y diáfanas,
exaltaba siempre como paradigmas frente a Europa enmarañada en tiranías y
privilegios? Ahora tropezó de nuevo con la injusticia: los dueños del poder no
soltaron la presa gratuita. ¡Con cuánta amargura lamentó que las naciones de la
América Española no se adelantaran a los Estados Unidos, como él lo había
propuesto, en la defensa de Cuba!
Volvió a Santo Domingo en 1900, a reanimar su obra. Lo conocí
entonces: tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba
sin descanso, según su costumbre. Sobrevinieron trastornos políticos, tomó el
país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer
ligera. Murió de asfixia moral.
Es vastísima la obra escrita de Hostos. En su mayor parte obra
de maestro: hasta cuando no es estrechamente didáctica, para uso de aulas,
esclarece principios, adoctrina, aconseja. Y cuando la necesidad de las aulas
no la hace meramente científica o pedagógica (como el precioso manual de «Geografía Evolutiva» para las escuelas elementales de
Chile), lleva enseñanza ética; su preocupación nunca está ausente.
Todo, para este pensador, tiene sentido ético. Su concepción del
mundo, su optimismo metafísico, como la llama Francisco García Calderón, está
impregnada de ética. La armonía universal es, a sus ojos, lección de bien. Pero
su ética es racional. Cree que el conocimiento del bien lleva a la práctica del
bien; el mal es error («en el fondo de este caos no hay más que ignorancia»).
Está dentro de la tradición de Sócrates, fuera de la corriente de Kant, pero
Kant influye en su rigurosa devoción al deber.
Como la razón es el fundamento de su moral, difundirá el culto
de la razón y de su fruto maduro en los tiempos modernos, las ciencias de la
naturaleza. Por eso, soñando con el bien humano, exalta la fe en la persecución
y en la adquisición de la verdad. Sólo lo asombra, a ratos, «la eternidad de
esfuerzos que ha costado el sencillo propósito de hacer racional al único
habitante de la tierra que está dotado de razón».
Y por eso, sus singulares dones de artista, de escritor, los
sacrifica, los esclaviza a los fines humanitarios. Como Martí, para i quien fue
uno de los pocos maestros (leyendo el «Plácido» de
Hostos (1872) se reconoce el magisterio). Pero mientras para Martí arte y
virtud, amor y verdad, viven en feliz armonía («todo es música y razón»),
Hostos sospecha conflictos entre belleza y bien: resueltamente destierra de su
república interior a los poetas si no se avienen a servir, a construir, a
levantar corazones,
Hizo música, versos, teatro, para su intimidad personal y
familiar; de sus novelas, la única conocida, «La
Peregrinación de Bayoán» (1863), es alegoría de su pasión: la
justicia y la libertad en América. Pero el artista que él en sí mismo desdeñaba
sobrevivía en la extraña fuerza de su estilo, sobreponiéndose a los hábitos
didácticos, con su manía simétrica de que lo contagiaron krausistas y
positivistas. Hasta sus cartas salen escritas con espontánea perfección
luminosa. Y, como gran apasionado, conservó el don oratorio.
De sus libros, el que mejor lo representa es la «Moral Social» (1888). Demasiado lleno, Hostos, de
preocupaciones humanas y sociales para filósofo puro u hombre de ciencia
abstracta, sus intentos teóricos son cimientos apresurados donde asentar su
casa de prédica. Los dos breves tratados de Sociología (1883-1901)
son esbozos para iniciar a estudiantes del magisterio en la consideración de
los problemas de la sociedad humana: es ingeniosa su estructura, pero quedan
fuera de los caminos actuales de la ciencia social, empeñada en acotar su campo
y depurar sus datos antes de intentar de nuevo las construcciones teóricas a
que ingenuamente se lanzó el siglo XIX; ofrece agudas observaciones concretas,
especialmente las que tocan a nuestra América. En su curso de
«Derecho constitucional» (1887) expone audazmente su concepción
política, desdeñando todo eclecticismo y desentendiéndose de la mera erudición
—que poseía— de doctrinas y de historia: su propósito es convencer a lectores y
oyentes de que la organización de los estados debe fundarse sobre principios de
razón y normas éticas.
Y en la «Moral social» poco
interesa la exposición de las tesis sobre «relaciones y deberes», contagiadas
del naturalismo y del organicismo entonces en boga; su fuerza y su brillo
aparecen' cuando discurre sobre las "actividades de la vida" —en
particular sobre la política, las profesiones, la escuela, la industria—, hasta
culminar en la discusión sobre el uso del tiempo: la civilización sólo será
real cuando haya enseñado a todos los hombres a hacer buen uso del tiempo que
les sobre.
Junto a la «Moral social» hay que
poner el extraordinario discurso que Hostos pronunció en la investidura de sus
primeros discípulos (1884): en él declaró toda su fe, describiendo en síntesis,
con singulares parábolas y relampagueantes apostrofes el ideal y el sacrificio
de su vida, sus principios éticos y su concepto de la enseñanza como base de
reforma espiritual y de mejoramiento social. Piensa Antonio Caso que este
discurso es la obra maestra del pensamiento moral en la América Española.
Pero en todo, tratados, lecciones, discursos, cartas, artículos,
con que en muchedumbre sirvió a nuestra América, desde la descripción de los
puertos del Brasil hasta el homenaje a los poetas y el estudio del «Hamlet», en que la observación psicológica se une a la
reflexión moral, Hostos se revela siempre, en pensamiento y forma, lo que fue:
uno de los espíritus originales y profundos de su tiempo.
FUENTE: https://www.facebook.com/photo.php?fbid=3788614481155912&set=gm.755139381913020&type=3&theater&ifg=1
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