Por Rafael Chaljub Mejía
Excepción hecha del golpe sedicioso
del 23 de febrero de 1930, nunca en nuestro país hubo una conspiración más
pública ni un golpe de Estado más anunciando que el del 25 de septiembre de
1963, contra el presidente Juan Bosch.
La conspiración estaba en marcha
desde antes de las elecciones del 20 de diciembre de 1962. Con la anuencia
cómplice de la jerarquía católica, se lanzó sobre Bosch acusación de
“comunista”.
Desde la toma de posesión del
presidente constitucional el 27 de febrero de 1963, se arreció la propaganda
por todos los medios de prensa, desde los púlpitos religiosos, los campamentos
militares contra el “gobierno corrupto y comunista”.
A partir de abril empezaron las
Manifestaciones de Reafirmación Cristiana, en las cuales se llamaba abierta y
descaradamente a la sublevación militar contra el Gobierno. En medio de una
tensión creciente, el 16 de julio un grupo de militares, convocaron al
presidente a San Isidro y, con un mal sacerdote al lado, le entregaron un
ultimátum, cuya primera exigencia era perseguir a los líderes y las
organizaciones de izquierda.
El presidente, que había prometido
respetar la libertad, se negó con mucha dignidad a esas exigencias. El 20 de
septiembre, el alto comercio capitaleño se lanzó a la huelga y se repitieron
los llamados al golpe. Abiertamente. Aquello había que oírlo. Cinco días
después el golpe ya era un hecho.
Lo del “comunismo” era el pretexto
de una vieja y ambiciosa oligarquía, derrotada en las urnas y que, con asesoría
norteamericana, vino por la revancha.
La conspiración era contra un
presidente que administraba con decencia y sin privilegios los fondos públicos,
respetuoso de las libertades.
Negado a doblegarse ante las
exigencias del Gobierno yanqui, que les puso límite a las superganancias del
principal monopolio azucarero norteamericano en el país. dispuesto a tomar
medidas de reivindicación a los de abajo y que se regía por la Constitución más
avanzada de toda nuestra historia.
La conspiración era pública, pero
el presidente desmovilizó su principal base política, el PRD, y le dejó las
calles y todo el escenario a la sedición. No removió ni uno solo de los mandos
militares, asistió, hasta sin escolta, a una reunión convocada por sus
subalternos para ser emplazado en franco desafío.
Los conspiradores, civiles,
militares, religiosos, actuaron libremente y, como si hubiese estado resignado
a perder el poder que le dio el pueblo, el presidente dejó crecer la mala
yerba. Sesenta años después, sigue en el aire la pregunta: ¿por qué?
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